Había una vez, en un lejano país, un párrafo que no sabía, bien a bien, para qué sirva. Así que va en busca de un viejo y sabio escritor con el fin de responder cada una de sus interrogantes. Inicia su travesía como debe ser: al inicio de un texto, y es así cómo, él solito, responde sus dudas existenciales.

Desde el principio nota que debía moverse en la página con mucho cuidado porque, aunque contenía una sola idea, estaba compuesto por varias oraciones. Así, leyéndose a sí mismo, repara en que uno de sus enunciados juega el papel principal, y que el resto sólo son complementos para comprender mejor «eso» que se quiere comunicar.

Vuelve a leerse y descubre lo impensable. Le sobran oraciones. No, le faltan. Está confundido. Respira profundo y vuelve a leerse, esta vez en voz alta. ¡No era posible! Es un párrafo demasiado largo. En el cuerpo de su texto… ¡No había una, sino tres ideas!

Casi se desmaya. Tiene que ser valiente y dividirse porque: todo el mundo sabe que un párrafo es un párrafo porque es, en sí mismo, una sola unidad significante. No dos, y mucho menos tres.

«¿Por qué será así?», se pregunta. Y otra vez, solito se responde: «Porque me llamo Párrafo y mi nombre proviene del griego parágraphos; para: semejante y graphos, escritura. Soy pues una unidad significante de escritura de lo que es semejante».

Sonríe. Le gusta saber su etimología, en especial porque, cada vez que va a la raíz de las cosas, encuentra la respuesta que busca. Y él tiene siempre muchas preguntas.

«Si voy a dividirme en varias partes, ¿qué criterio utilizó? ¿Existen diferentes tipos de párrafos? ¿Cómo saber que clase de párrafo soy?» Llegar a una conclusión es más sencillo de lo que esperaba. Primero identifica cuál es la idea de arranque, ese texto que presenta ante el lector la idea inicial y que seductora dice: léeme.

«Había una vez, en un lejano país, un párrafo que no sabía…».

Le gusta. Ya tiene el párrafo de inicio, también llamado párrafo introductorio y eso le facilita casi todo. Sobre todo porque, sin unas buenas primeras líneas es imposible vencer al temible monstruo del abandono lector. Lo sabe bien: si un párrafo no está bien construido, adiós lector.

Con un buen párrafo de inicio, el resto es sólo atender al hilo de la historia que se quiere contar, o el tema que se quiere abordar, el resto son párrafos de desarrollo que se clasifican de acuerdo a la forma en que se escriben y lo que quieren decir.

Por ejemplo, un párrafo conceptual articula oraciones para explicar su significado; un párrafo expositivo aborda ideas de forma objetiva; un párrafo argumentativo desarrolla una opinión o la toma de posiciones del autor respecto a un tema o una información específica.

A nuestro párrafo, el protagonista de esta historia, le encanta saberse un párrafo narrativo, en especial porque le gusta contar historias y todos, o casi todos saben que un párrafo narrativo construye un relato, o una sucesión de eventos ocurridos.

A nuestro párrafo le enamora transmutar en un párrafo descriptivo, porque cuando brinda detalles de una situación, una atmósfera o un personaje u objeto determinado, él es capaz de crear imágenes literarias que transportan al lector a otras geografías, o sólo le hacen mirar a detalle algo que no había visto jamás.

Sí, nuestro párrafo no es un párrafo cualquiera, es un párrafo que conforme avanza en el texto, se transforma y crea su propia secuencia significante, siempre cuidando la congruencia del texto, la cohesión de sus oraciones y su unidad temática.

Otro de sus preferidos es el párrafo dialogado.

—¿Ese donde dos personajes conversan entre sí?

—En efecto. Como éste que es un diálogo directo, aunque existen otras formas de hacer hablar a los personajes en cuestión, como el diálogo indirecto y, mi favorito, el diálogo libre.

Nuestro párrafo se pone un poco nervioso. Sabe que está a punto de llegar al párrafo final y, para variar, no sabe bien a bien cómo lograrlo. Sobre todo porque está consciente de que el párrafo final es tan importante como el párrafo introductorio. Si pudiéramos escuchar su pensamiento, así sonaría:

«Es ideal que el párrafo final sea también un buen, un gran cierre. Es vital que deje en el lector eso que llamamos «sensación satisfactoria», es decir, que el lector tenga la claridad de que invirtió correctamente su tiempo, sea que pasó un momento agradable, sea que aprendió algo nuevo».

Nuestro párrafo está inquieto. No puede llegar al final del texto sin antes explicar una obviedad: «Los párrafos se separan con un punto y a parte…», pero eso no era todo: «Los españoles separan sus párrafos con sangría inicial… pero los alemanes los separan con un interlineado mayor… y los franceses prefieren usar sangría en todos los párrafos, excepto en la línea con la que arranca todo el texto…».

Suspira. Dejará descansar el texto para luego volver a leerse y, con suerte, escribir el mejor párrafo de cierre escrito jamás. Echa un ojo y se sabe satisfecho. Irá a visitar a su abuelo y le pedirá que le contara otra vez la historia del señor Calderón, ese signo ahora arcaico, que servía para separar los párrafos en los textos antiguos. Con suerte hasta podrían llamarlo, invitarle un café y charlar sobre tan importante oficio.

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